4 de septiembre de 2009

SUCINTA INTRODUCCIÓN A LA POLÍTICA CORRUPCIÓN



Capítulo I

Elevo este Opúsculo a mi admirado benefactor el Exmo. Sr. don Casimiro Curbelo. Secretario insular del PSC, Senador del Reino y Presidente del Cabildo de La Gomera. Corrupto integral que guarde el Partido vitaliciamente en todos sus cargos, para mayor abundancia en su propia hacienda.

No acostumbro a escribir para entretener; si lo consigo, mejor. Escribo para intentar transmitir una enseñanza o para ejercitar la crítica: es un canon didáctico de la ilustración, del libre pensamiento, que a fuer de parecer anacrónico procuro secundar.

La pretensión de este análisis es singularmente pedagógica. Se trata de proporcionar a los ciudadanos interesados en el fenómeno de la corrupción pública algunas claves básicas para poder comprender y contrastar las conductas corruptas descubiertas en un pasado inmediato que ya son historia, con las que se continúan descubriendo cada día, de plena actualidad.

La corrupción en sus múltiples formas –penal, administrativa y política- se manifiesta como una hidra con infinitas cabezas. Cuando se cercena una, se reproducen otras tantas más. Su descubrimiento y represión en la práctica es despreciable, teniendo en cuenta lo extendida que está. Parcialmente la situación se debe a las carencias del sistema judicial: la lentitud en los procedimientos, la falta de cualificación de jueces y fiscales o la falta de interés en las pesquisas e investigaciones son factores determinantes.

Tengo un grave problema de conciencia y por eso le he llamado –dijo el concejal de Urbanismo-: Usted es propietario de un magnífico solar y la ley me autoriza a darle el destino que me parezca más oportuno. Yo creo que aquí podría colocarse un jardín para recreo de los niños y ancianos del barrio, que bien lo necesitan. Para ello basta pintarlo de verde en el plano. Y así lo hizo. El propietario balbuceó consternado: Esto es mi ruina. En tales condiciones no me pagarán por él, compensaciones incluidas, ni un millón de pesetas. Sus lágrimas enternecieron al edil: No llore usted más. Dejaremos de momento que los niños sigan jugando en las calles. También hay que pensar en los obreros y empleados modestos que necesitan viviendas. Se lo pintaré de marrón y podrá edificar algunos pequeños bloques de pisos baratos. El promotor calculó que así valía el solar cien millones de pesetas y, cobrando ánimo, ponderó las ventajas de construir muchas y buenas torres de lujo que rehabilitarían la zona, reactivando de paso el sector de la construcción.

La autoridad, una vez más, demostró su buen corazón y se dio por convencida. Pero reconocerá –añadió- que no es justo que usted se enriquezca con los terrenos a costa de niños y ancianos. Podemos hacer, por tanto una cosa: Yo le pinto la parcela de rojo y usted cede al Ayuntamiento otro solar para el parque… ¡Acepto!, exclamó jubiloso el propietario y sacó la pluma dispuesto a firmar. No tan aprisa –dijo afablemente el concejal-, que aún no he terminado. Porque, además, deberá entregar al partido cuarenta millones de los ochocientos que le estoy haciendo ganar con la recalificación del suelo y, sobre ello, también deberá darme a mi otros cuarenta. ¿Cómo iba a dudar el promotor? Entre el rojo y el verde estaba el negocio y con la diferencia había para todos.

Amable lector: no creas que exagero. La historia es real y cotidiana. Y, si tú te asombras de lo que te he contado, yo me asombro de que haya alguien que todavía lo ignore. ¿Te creías, acaso, que los partidos se financian con las cuotas de los militantes?¿No te ha llamado nunca la atención el encumbramiento súbito de un presidente de un Cabildo, de un Alcalde, de un Concejal o de un vecino y de sus familiares, amigos y socios?

La corrupción acompaña al poder como la sombra al cuerpo. Quien dispone de poder, es decir, de la facultad de influir sobre otros mejorando o perjudicando su destino, está sometido a la tentación de otorgar sus favores a cambio de una contraprestación especial. La corrupción pública empieza cuando el poder que ha sido entregado por el Estado a una persona a título de administrador público –o sea, para gestionarlo de acuerdo con los intereses generales- no es utilizado correctamente sino que el gestor, defraudando la confianza de sus mandantes, desvía su ejercicio para obtener su enriquecimiento personal: el poder se vende y se compra en detrimento de los intereses públicos y de las intenciones de la ley. Siempre ha sido así. El poder no corrompe necesariamente, pero es una tentación constante a la que no todos saben resistir.

Se conocen testimonios de corrupción pública desde el momento mismo en que las sociedades adoptaron una organización de las que hoy llamamos públicas; más pocas descripciones pueden superar en antigüedad y precisión a la que aparece en el poema castellano Rimado de Palacio escrito a finales del siglo XIV por alguien que tenía motivos sobrados para conocer cómo funcionaban los negocios cortesanos: el Condestable de los reyes de Castilla Pero López de Ayala.

La verdad es que las prácticas corruptas han sido lamentadas siempre, pero no han escandalizado nunca. Algo así como la enfermedad o el hambre y, en el ámbito social, la violencia o los impuestos. Todo ello forma parte de la cultura mediterránea y muy particularmente de la cristiana. Para el cristiano la corte celestial está presidida por Dios Padre, al que únicamente se puede acceder a través de sus administradores terrenales y de sus intercesores celestiales que, por fortuna, son corruptibles.

En la tierra y en el cielo operan innumerables intercesores, intermediarios y patronos jerarquizados y especializados, de tal manera que el que quiere obtener una gracia divina sabe a quién acudir y el precio que le cuesta. Para facilitar más las cosas, los clérigos organizan una publicidad de cada patrono. Hay santos y santas eficaces para toda clase de males: para el dolor de muelas, para las enfermedades de la vista, para encontrar objetos perdidos o una buena novia, para atraer la lluvia, para evitar la tormenta y hasta san Antonio se recomienda para lograr imposibles y a san Dimas y a Santiago para dar el triunfo a los violentos. Sin olvidar, claro es, a la Virgen María, que es la intercesora más excelsa y la que cuenta con mayor publicidad, incluso acompañada de música, como en las admirables Cántigas de Santa María escritas en el siglo XIII en galaico-portugués por Alfonso X el Sabio.

En definitiva, el pecador puede librarse del castigo si cuenta con buenos intermediarios y el glotón comer carne en días de abstinencia si adquiere bula. El precio es variado: sin menospreciar la eficacia de los actos de amor y piedad, oraciones y penitencias, los administradores terrenales recomiendan con énfasis especial los económicos. Encender una vela a un santo ya es eficaz, pero mucho más una buena limosna y nada digamos una donación en vida o un legado testamentario para construir una capilla o ampliar un convento.

Las cortes terrenales están organizadas a imagen y semejanza de la celestial que acaba de ser descrita. En cada reino hay un monarca justiciero pero inaccesible. Para llegar a él es preciso servirse de intermediarios y estos exigen dinero por sus gestiones. La enorme distancia que separa al poder de los súbditos se acorta con un puente por cuya utilización hay que pagar peaje. Nada más sencillo. El que no quiera o no pueda pagar el precio del atajo ha de ir por el camino ordinario que no lleva a ninguna parte, se queda sin los beneficios del poder y expuesto a todos sus rayos.

El poder abstracto es quizás puro, pero al operar se materializa en formas corruptas. El soberano es quizás justo, pero sus administradores son corruptos. Mientras haya poder habrá corrupción porque ésta acompaña a aquel como la sombra al cuerpo. Así ha sido siempre y así continuará siendo porque no son tiempos como aquellos en los que Jesús de Nazaret expulsaba a los mercaderes del templo y Martín Lutero a los vendedores de bulas.

Dentro del Estado oficial descrito en la Constitución con unos Poderes majestuosos y armónicos, en el que todo está pensado para defensa de los ciudadanos y garantía de los intereses generales, hay otro Estado semiclandestino que es donde realmente se desarrolla la vida pública. Las salas de palacio solo se utilizan para los actos de ceremonia; la administración cotidiana discurre en pasillos laberinticos en los que resulta imposible encontrar salida sin cierta ayuda. Hay una entrada para señores y una entrada de servicio; hay ascensores y escaleras. En los corredores tenebrosos de los servicios públicos solo hay una luz que ilumine: la corrupción.

El soborno es aceite que abre todas las puertas, motor de todas las facilidades, indulgencia de todos los perdones, llave de todas las arcas, polvo de arena que ciega a jueces e inspectores, viento en popa para los negocios, seguro de políticos cesantes, trampolín hacia el éxito. En el frontispicio de los edificios públicos, donde figura en mármol la leyenda de Justitia est fundamentum regnorum, ha de leer el ciudadano experimentado que <<Corruptio est fundamentum regnorum>>


Capítulo II


La corrupción es un buen negocio y no solo para quienes la practican. Los periódicos aumentan sus ventas cuando la denuncian con nombres y apellidos, los abogados cobran sabrosos honorarios por defender a los acusados de ella, con este estandarte se organizan cursos, congresos y conferencias y en las cajas de las librerías canta el dinero de los libros que se publican sobre este tema, uno tras otro. Su alusión es importante no solo en la lucha política sino, a lo que parece, en el mundo editorial. Los autores pueden abordar el fenómeno de la corrupción desde dos perspectivas: la informativa y la analítica, cuya producción en España está resultando claramente desproporcionada a favor de la primera. Los llamados periodistas de investigación han sacado a la luz montañas de libros casi todos muy interesantes, aunque lógicamente de valor desigual. La información que proporcionan estos libros es amplísima, por ellos desfila casi toda la clase política, singularmente los socialistas y se ofrecen minuciosos detalles de las operaciones. Para comprobar su veracidad podría utilizarse como piedra de toque la reacción de los afectados. Porque es el caso que a quienes se acusa con nombres y apellidos de haber realizado prácticas gravísimas, aportando al efecto detalles de todas clases, unos anecdóticos y otros capitales, han contestado con un silencio que no es fácil interpretar porque si, de un lado, pudiera entenderse que el que calla, otorga y casi nadie se querella por injurias o calumnias al preferir que las cosas no se revuelvan más o menos por un juez que habría de investigar la exceptio veritatis.
Más desconcertante es todavía la pasividad de los fiscales si se tiene en cuenta la precisión de muchas denuncias, que en el mejor de los casos proporcionan indicios muy sólidos de la comisión de delitos.
Quizá tenga mayor importancia las informaciones aparecidas en los periódicos aún reconociendo que vienen taradas por la manipulación política, el afán de sensacionalismo o la parcialidad más descarada. Columnistas hay, no obstante, que dan la sensación de disponer de muy buenas fuentes.
Sea como fuere, el hecho es que los lectores han de moverse inevitablemente en aguas muy turbias sin punto fijo de referencia, echándose de menos la seguridad de las declaraciones oficiales –parlamentarias, administrativas, judiciales, de partidos-; pero estas son en España sumamente escasas y hay que resignarse a la imprecisión y a la ambigüedad, refugio de impunidades: la del corrupto al que todos conocen pero al que nadie puede probar nada. Extraño país este en el que se atribuye por escrito a personajes muy conocidos prácticas corruptas de lo más subido y ni los jueces ni ellos mismos se dan por enterados. Aquí parece que todo está permitido y los delincuentes saben que con el tiempo casi todo se olvida, como en el caso Curbelo, que navega en las procelosas aguas de la corrupción durante tres décadas con los alisios de popa que le proporciona su partido.
En llamativo contraste con esta montaña bibliográfica, la vertiente analítica apenas se ha cultivado. Estas son las coordenadas entre las que hemos de movernos: ni tenemos una información aceptable de lo que está ocurriendo ni contamos con una elaboración teórica suficiente. Sea como fuere y consciente de todas estas limitaciones, vamos a adentrarnos en el paisaje de esta alta picaresca, en la que se mezclaban el caso Juan Guerra, el del alcalde de Burgos, el de Naseiro y Palop…. El de Malesa, Filesa y Time Export, entre otras figuras empresariales que aparecían en la delirante cloaca de las financiaciones del PSOE, y eso que aún nos aguarda la traca final. Lástima que no tuviéramos un Honorato de Balzac capaz de penetrar en esa comedia humana, en aquél enfático universo de las grandes ingenierías financieras.
Sobre el futuro de la corrupción española pesa una incertidumbre que puede ser importante: desde in illo tempore se están tramitando diligencias policiales con paso tan cansino que solo han llegado al final en muy pocos casos y todos marginales. Una circunstancia que por sí sola prueba la ineficacia de la represión o, si se quiere, la eficacia de las medidas estatales de “contraorganización”, es decir, de frenado y bloqueo de las instituciones represoras.
Desde hace un tiempo algo está fermentando en la judicatura española que recuerda, aunque sea de lejos, los ejemplares desbordamientos de Italia. Bien sea porque han adquirido conciencia plena de su poder o por ambición política o por egoísmos personales; bien sea, al contrario, porque han reencontrado su adormecido deber profesional o por asunción deliberada de su responsabilidad democrática, el resultado es que un puñado de jueces instructores y miembros de Tribunales parecen decididos a cerrar sumarios y a dictar sentencias. De lo que aquí salga dependen muchas cosas: que todo siga igual y la farsa continúe o que se haga la luz sobre las tinieblas de la corrupción. No hay que ser demasiado optimista; pero es obligado dejar constancia que sopla un aire de esperanza sobre los esquilmados campos de la política y de la administración española. Quizá se abran las ventanas, se ventilen las oficiales y con el sol puedan distinguirse a los honestos de los perversos.

Aunque siempre haya habido corrupción, no es la misma la que practica un guardia municipal que, por un habano, hace la vista gorda de un vehiculo mal estacionado en la vía publica, que la de Luís Roldán con sus múltiples comisiones o que la criminalidad organizada con sus conexiones internacionales. Hay tiempos de corrupción en calderilla y otros en doblones; de fechorías esporádicas y de corrupción total. Estos que ahora corremos son de esa corrupción llamada sistémica, o estructural, en cuanto que aparece en todas las piezas del sistema público hasta tal punto que sin ella no puede funcionar la corrupción omnipresente, constante aunque no inalterable puesto que admite diversas manifestaciones, de las que aquí nos interesa singularmente una: la que florece en un régimen democrático. La corrupción democrática no es sustancialmente diferente de la propia de los regimenes totalitarios o de los del tercer mundo, o de las dictaduras militares, pero sus peculiaridades son patentes, como sabemos los españoles que hemos estudiado la practicada en la Segunda Republica, en el franquismo y en la actualidad.
La corrupción pública que se está practicando en la España democrática es diferente cuantitativa y cualitativamente de los años anteriores. Hay un hecho nuevo: la emergencia de una variante “altruista” antes desconocida en la que las autoridades -al estilo de los bandoleros románticos- roban y extorsionan no para lucrarse ellos personalmente sino para repartir las rentas con una organización o partido político. Este altruismo no es absolutamente desinteresado desde el momento en que el partido receptor del botín es el que ha facilitado la carrera al político y le ha puesto en condiciones de extorsionar por sus favores. Esta manera de actuar podrá ser desinteresada o egoísta pero en cualquier caso revela una solidaridad hasta ahora desconocida. En un régimen democrático el primer extorsionador de los ciudadanos es el partido: en España como fuera de ella. Como llegó a decir en frase paradigmática el político argentino José Luís Manzano, “yo robo para la Corona”; o como afirmó Magdalena Álvarez de que “el dinero público no es de nadie”.
El fenómeno es tan aberrante que la mayoría de los españoles no podrían creer en su existencia aunque lo tuvieran delante de los ojos. Y, sin embargo, puede entenderse bien si se tiene en cuenta que el partido, además de ser una pieza del sistema constitucional democrático, es el poder y el poder quema por naturaleza, como el fuego. Las estructuras formales del poder -el Estado- perciben dinero de los ciudadanos que luego devuelven en servicios, descontando lo que cuesta el mantenimiento del aparato. La estructura informal del poder, sus ocupantes y gestores, no resisten de ordinario la tentación de utilizar en su propio beneficio la formidable herramienta que tienen en las manos. Lo que los cubanos pagaban a Batista, los venezolanos a Carlos Andrés Pérez, lo pagaban los italianos a la Democracia Cristiana y los españoles al PSOE.
Si en España comparamos la corrupción tradicional, histórica, con la nueva, con la democrática, salta de inmediato una diferencia muy curiosa: frailes mendicantes o bandoleros generosos, el hecho es que las autoridades democráticas practican una extorsión no individual sino organizada; como veremos en un artículo posterior. Quien percibe el dinero no se queda con él sino que lo entrega a otro; quien extorsiona no lo hace en su propio nombre, con el resultado final de que quien se beneficia con los sobornos no ha extorsionado directamente a nadie.
La desgracia es que la nueva corrupción democrática (altruista, solidaria, organizada) no sustituye a la tradicional (egoísta, personal) sino que se acumula a ella, duplicando la extorsión. Antes había que pagar a un funcionario para que tramitase la licencia; ahora hay que pagar, además, al partido gobernante que recalifica el suelo sobre el que va a edificarse el edificio autorizado. Una afirmación singularmente importante porque suele pasar desapercibida por los analistas. Los autores españoles, deslumbrados por la llamarada de la corrupción democrática, solo hablan de ella pasando por alto que se ha superpuesto a la tradicional. En este puerto de arrebatacapas de la España de hoy se va pasando de un fielato a otro: primero cobra el Estado con manos legales, luego viene un consumero descarado que cobra un peaje que se mete en el bolsillo y al final viene un político que vende sus favores en nombre del partido al que hay que alimentar, como un padre arruinado. Tal es el panorama de la corrupción en la España democrática.
Al estudiarse la corrupción española en general podría hacerse un recorrido histórico, desde Viriato hasta hoy que, por los datos disponibles, habría de ser apasionante. Al estudiarse la corrupción democrática podrían realizarse incursiones sobre las experiencias de otros países constitucionales, que producirían frutos interesantísimos. Pero anuncio de antemano que no son estos los objetivos de los siguientes artículos, que no pretenden ser obra de erudición académica sino de mera reflexión ciudadana. Trataremos a continuación el caciquismo que es, a mi juicio, el precedente que explica mejor la realidad actual en cuanto a fenómeno político-constitucional que va mucho más allá de las raterías de los aduaneros de Isabel II o de las picardías de los inspectores de buenas costumbres del franquismo.

Capítulo III

El régimen democrático parlamentario se asentó pronto y con vigor en España si bien con unas modalidades tan características que han sorprendido al mundo y, en cualquier caso han sido aceptadas en el lenguaje político internacional: el pronunciamiento, la bullanga, el pucherazo, son ejemplos bien conocidos pero parciales. Donde coronó la variante española de la democracia parlamentaria fue en el sistema caciquil, que adquirió entre nosotros, a finales del siglo XIX y principios del XX, una originalidad y una eficacia admirables. El caciquismo fue el hilo vertebrador de una democracia degenerada hasta los tuétanos por el maridaje de la corrupción política y de la económica. Hay democracias autenticas y otras falseadas. La corrupción pública, cuando alcanza cierto nivel, desnaturaliza a la democracia hasta tal punto que solo con intenciones retóricas o ideológicas puede hablarse de democracia, por ejemplo, en la republica romana o en la monarquía española de la Restauración. En Roma hubo, si se quiere, excelentes aparatos de gobierno, pero no democracia, ya que si la democracia se corrompe deja de ser democracia de la misma manera que el vino deja de serlo cuando se convierte en vinagre.

Vale la pena, por tanto, que nos detengamos un momento en ese modelo perfecto de corrupción pública sistémica que tuvimos en España en las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX y cuyos rasgos esenciales se conservan todavía hoy, aunque sean complementados con algunos adornos de técnicas modernas y de ingeniería financiera de empaque internacional.

El sistema político de la Restauración era oficialmente una monarquía constitucional parlamentaria, tal como suele explicarse en los manuales de derecho público. En la realidad, sin embargo, era pura y simplemente un sistema caciquil perfectamente organizado y funcionaba de acuerdo con unas reglas no escritas poro por todos conocidas y firmemente arraigadas. El poder público se articulaba en dod niveles territoriales –el central y el local (escalonado este, a su vez, en provincias y municipios)- y funcionaba con la energía que le suministraban dos partidos políticos cuyos efectivos se distribuían, en partes más o menos iguales, por todos los pueblos de España. La linterna de todo el movimiento político era el caciquil. Quiere esto decir que en cada pueblo había dos caciques, uno por cada partido, que sintonizaban (eventualmente agrupados en cacicatos intermedios) con el ministro madrileño en un movimiento circular, de tal manera que el ministro desde el poder central entregaba a los caciques locales los cargos territoriales: y, recíprocamente y como contrapartida, los caciques locales proporcionaban a los ministros los votos necesarios para mantenerse en el mando nacional.

El mecanismo para la recogida de votos era muy simple: la ocupación de cargos públicos ponía en manos de los caciques locales unos instrumentos tan contundentes que convencían sin dificultad a los electores. Los caciques manipulaban el censo a través de las Diputaciones provinciales y Gobiernos civiles y, a través de la policía, manipulaban con la misma eficacia las votaciones y escrutinios, sin descartar el pucherazo. Además, en cuanto administradores del presupuesto, dedicaban sus partidas a satisfacer los intereses particulares de sus seguidores, a los que también proporcionaban trabajo con los cargos burocráticos inferiores, sin contar con que libraban a sus hijos de las quintas militares y les recomendaban para todos los servicios que se presentasen.

De lo anterior se desprende que el entramado caciquil no era solo político-administrativo sino que comprendía también una red económica. Los caciques que practicaban el juego no eran precisamente hombres altruistas ni dotados de una especial vocación ciudadana sino comerciantes que traficaban con una mercancía muy peculiar: el poder público. La política era un negocio y el caciquismo un modo seguro de realizarlo. Sin desconocer la importancia de la libido del poder, el aspecto económico era fundamental, ya que era con dinero o con prestaciones que podían luego amonedarse, como los caciques atraían y conservaban a sus mesnadas y el ministro cultivaba a los caciques. Sin dinero el sistema no podía funcionar y el dinero se obtenía a través de prácticas corruptas. Caciquismo y corrupción son fenómenos conceptualmente distintos pero en la realidad inseparables, ya que el caciquismo precisa inexcusablemente de corrupción, aunque no a la inversa, ya que puede existir corrupción en un contexto no caciquil. En estas condiciones el dinero tenía que correr en abundancia y de los frutos de la corrupción participaban caciques, amigos, clientes y electores. Si con la ocupación de cargos públicos se aseguraba la vida de amigos y clientes, con la adjudicación de obras, servicios y suministros públicos se lograba algo más –el enriquecimiento-, pues todo se adjudicaba muy por encima del coste real o de la obra realmente hecha y la diferencia o se compensaba con otros servicios o se repartía entre el contratante (la Administración) y el contratista (el cacique o uno de sus paniaguados). Con otras palabras: de la misma manera que el ministro operaba a traves de una red de caciques, cada cacique vivía rodeado de un cortejo de los que en la terminología habitual de la época se denominaban “amigos” (personales y políticos) que participaban en las ventajas económicas y aportaban, en proporción a ellas, su puñado de papeletas electorales.

Capitulo IV

Lo que a nuestros efectos importa es que al cabo de cien años la política actual ha reencontrado este viejo sistema caciquil, cuyos rasgos reproduce, aunque naturalmente adaptados a las nuevas circunstancias. En mi opinión puede seguirse hablando, por tanto, de caciquismo; pero de un caciquismo moderno, cuyas estructuras se insertan en el sistema político actual y cuyo conocimiento, hoy como ayer, ayuda mucho a la comprensión de la corrupción estructural que padecemos.

En el núcleo de la corrupción democrática sistémica está el poder político encarnado en una persona física bicéfala, de doble corona; presidente del Gobierno y secretario del partido gobernante. Todo depende de este personaje, quien hace, o hace hacer o tolera que se haga, aunque naturalmente nadie pueda invocar su nombre. En su calidad bifronte, con una mano, la del Gobierno, dispensa los favores del poder público y con la otra mano (la del partido) cobra. Este es el esquema elemental que, examinado más de cerca, ofrece no pocas complicaciones de detalle.

El brazo que realiza las desviaciones de poder en beneficio de los particulares no tiene otras dificultades que las de sortear los obstáculos que la ley ha establecido para evitar tal proceder: tarea de ordinario muy sencilla, puesto que los mismos hombres que administran son los que dominan los órganos de control sobre las gestiones desviadas, el circulo de impunidad se cierra.

Menos fácil resulta recoger el fruto de la corrupción –es decir, cobrar el precio de los favores públicos-, ya que todo ha de hacerse en secreto y quienes han realizado el “favor” no pueden percibir nada directamente, salvo que se trate de cantidades relativamente pequeñas que quepan en un maletín o en una bolsa de deporte. A tal efecto hay que proceder inevitablemente a dar un rodeo y, saliéndose de la Administración pública, montar unas empresas privadas intermediarias encargadas de recoger el dinero de los particulares (encubierto en trabajos inventados y facturas falsas) para luego hacerlo llegar a los administradores públicos, bien sea a título personal o como agentes del partido.

Cuando la corrupción alcanza -como sucede entre nosotros- niveles muy elevados ha de crecer desmesuradamente también esa organización intermedia auxiliar, que en la actualidad constituye un verdadero sector económico con cientos de empresas y miles de empleados, que diversifican sus actividades en cuanto que no solamente perciben los sobornos sino que también buscan clientes privados para los administradores públicos y, al mismo tiempo y en sentido inverso, administradores públicos corruptos y eficaces para los particulares que lo necesitan. En ocasiones actúan como fiduciarios (depositarios) de los capitales recaudados y, en fin, también puede correr a su cargo la evasión de tales capitales y el borrado de las huellas que puedan haber dejado a su paso por los bancos nacionales y extranjeros. De todo ello he de ocuparme con atención más adelante.

La logística de la corrupción moderna no es sencilla. Aquí, como en la guerra, por cada gestor público que prevarica hay una docena de personas que le preparan la operación y liquidan sus consecuencias. Apareciendo unos personajes intermediarios, comisionistas, recaudadores y fiduciarios que han de cumplir sin demasiadas infidelidades las reglas del partido (lo que sin disciplina resultaría muy difícil, dado que todo ha de hacerse en secreto) y, además, dominar unas técnicas jurídicas y comerciales muy delicadas. La práctica de la corrupción es un ejercicio de todas las ramas del Derecho: del derecho administrativo para poder quebrantar con el menor escándalo posible las reglas del funcionamiento de las instituciones públicas; del derecho penal para escapar a su castigo; del derecho mercantil para inventar operaciones comerciales falsas que justifiquen los hechos de cobertura y para montar redes de sociedades mercantiles impenetrables; y, por supuesto, del bancario; del derecho internacional, puesto que las relaciones con Suiza y demás paraísos fiscales es constante; y, en fin, del derecho procesal para no naufragar en la instrucción de los sumarios. Unos conocimientos técnicos que se coronan con habilidades más sutiles: desde la llamada ingeniería financiera hasta el adiestramiento de los medios de comunicación de masas.

La versión moderna del viejo caciquismo de la Restauración es la Partitocracia. Hoy los ciudadanos no se relacionan directamente con el Estado sino a través de los partidos que –su función ortodoxa- son los que se identifican con unas ideologías determinadas y canalizan el voto de los electores. Los trastornos provienen del hecho de que el partido no se limita a desempeñar la función indicada sino que se apodera lisa y llanamente del Gobierno al tomar como rehenes a los gobernantes. El mecanismo utilizado a tal propósito es muy sencillo: el partido es el que designa a los candidatos, de tal manera que los militantes saben que no van a ser elegidos por sus méritos propios –o por sus idea propias- sino por formar parte de una lista electoral; como saben también que si el partido les retira su apoyo y les borra de la lista, no tienen posibilidad de ser reelegidos. El partido, coloca a sus hombres en el poder y allí los controla con la amenaza de retirarles la confianza. O lo que es lo mismo: el Gobierno está en manos del partido, que es el que gobierna a través de los órganos constitucionales que ha ocupado y con el instrumento de las personas que ha designado a tal fin.

Es el juego de las muñecas rusas: dentro del Gobierno aparece el partido; pero ¿Quién hay dentro del partido? Desde luego no los militantes sino un aparato minoritario, y hasta minúsculo, que toma las decisiones y, sobre todo, designa a los candidatos, que, si son elegidos, actuarán como mandatarios de aquél. Quien domina el partido, a través de él domina el Gobierno y luego, a través del Gobierno, domina el sector público que está en manos del Gobierno, así como a la parte del sector privado que de él depende. La clave y el secreto de la res publica se encuentra, por tanto, en el partido.

Con estos presupuestos empiezan a actuar los viejos resortes caciquiles que ya conocemos. El partido designa al Gobierno y a cera del millón de personas que ocupan cargos de naturaleza política y que constituyen su clientela puesto que deben su pan a quien les ha nombrado y saben que pueden volver a la calle al menor gesto de protesta. Hasta aquí todo es, pues, para los amigos dichas y agradecimientos, pero inmediatamente comenzarán a llegar las facturas de pagos insoslayables.

La primera es el trabajo que hay que realizar para el partido, concretamente el laboreo de los campos electorales. Los gobernantes -desde el presidente del Gobierno hasta el último ordenanza interino- tienen que trabajar ciertamente para el Estado, el interés público (como se proclama en todos los discursos); pero no menos cierto es que también y en primer lugar deben atender los intereses del partido, aunque solo sea porque si descuidan los intereses públicos no pasa nada, mientras que si descuidan los del partido se quedan sin cargo y sin pan, bien porque el partido los cesa o porque pierden las elecciones siguientes y han de ceder el puesto a los del bando contrario. Esta es lección que los políticos no olvidan jamás y obran en consecuencia.

Ahora bien, de la misma forma que antes vimos en el sistema caciquil, en esta red politico-administrativa se conecta otra segunda de contenido económico. El Estado (y detrás de él el partido) maneja unos presupuestos cuantiosos y controla, además, buena parte del sector privado, porque sucede que si el Estado moderno ha colonizado la sociedad enquistándose en las organizaciones sociales de relevancia económica, también el partido gobernante coloniza al Estado y a través de él a la sociedad, extendiendo sus tentáculos hasta el último rincón, desde una potente corporación económica hasta una humilde comunidad de regantes. El ejemplo de las cajas de ahorro no puede ser más ilustrativo al respecto: mediante reformas legislativas muy concretas se propició el desembarco del PSOE en ellas, (aunque más tarde, claro es, el del PP) para desde allí intervenir en el mercado financiero y, de paso, arrancar gruesas astillas mediante la sencilla práctica de hacer que se contabilizasen como fallidos irrecuperables créditos al partido, cuya devolución las cajas no se molestaban en reclamar, además de otras operaciones más complejas como el préstamo de Unicaja a Intelhorce de 800 millones de pesetas bajo la garantía, es decir, sin garantía, de unos terrenos embargados: provocándose al fin un escándalo internacional que ha dado mucho que hacer a la Unión Europea.

De una manera o de otra, el hecho es que al PSOE (y en menor escala porque ocupó menos tiempo áreas de poder, al PP) fueron canalizándose clandestinamente muchos cientos de miles de millones. Dicho con mayor precisión: de la sociedad se han drenado “con dirección” al partido cantidades ingentes, pero no se sabe si han llegado a su destino. En consecuencia hay una cuestión previa fundamental, que consiste en determinar quien es el destinatario real final de las cantidades desviadas: si un partido político (para el que recaudan los militantes) o unas personas físicas (que extorsionan con el pretexto de que trabajan para el partido). Tal es el gran secreto de la corrupción política española. Porque en buena parte de los países del tercer mundo los presidentes y ministros no se andan con tapujos y reclaman los sobornos para sí, mientras que en los países desarrollados se da por supuesto que el que realmente percibe el dinero es el partido y hasta los pillos más redomados suelen precisar claramente si extorsionan en beneficio particular o en el de su partido. En España, en cambio, se vive en la ambigüedad y nunca se sabe de cierto si el dinero termina en las arcas del partido o en el bolsillo del militante, o se lo han repartido entre los dos (es lo que sucede con el caso Curbelo en La Gomera). Ambigüedad que se cultiva con esmero, que se protege con ocultaciones y mentiras cínicas y que solo están en condiciones de despejar –después de romper la maraña en que todo está revuelto- autoridades oficiales e imparciales, como jueces, fiscales, policías e inspectores del Estado. Cuestión aparte es que se ocupen, o tengan tiempo, o medios, o los dejen ejercer sus atribuciones

Estamos hablando de fugas que rondan más del billón de pesetas anuales. Un corretaje fabuloso que convierte a la política en un negocio: porque la política no es solo vocación elogiable que puede convertirse en profesión lícita y honesta, sino también en negocio corrupto y, en su caso, delictivo. Un negocio –tanto más atractivo que apenas si necesita inversión- en el que se juega ingentes cantidades de dinero, que se van a repartir entre el partido, sus hombres en el aparato estatal y en la intermediación y, en fin, los particulares. Así es como llegamos a la corrupción de la que se ocupa esta exposición.


Capitulo V

La teoría política tradicional enseña que los partidos son la correa de transmisión entre el pueblo y el Estado y actúan como elemento estructurador de todo el sistema, hasta tal punto que nadie hasta ahora se ha atrevido a negar el dogma de que sin partidos políticos no hay democracia posible. Ahora bien, aceptando esto ya no hay salida para la trampa dialéctica en que inevitablemente se cae una vez que se ha constatado la infidelidad institucional de un partido. El pueblo confía a los partidos políticos, mediante su voto, la facultad de gobierno de sus intereses; el partido se apropia de estos en su beneficio para poder mantenerse en el poder y seguir manejando lo ajeno en su propio interés. Es el grado máximo de engaño concebible en el marco de las relaciones de poder.

La Sociología política moderna más sincera que la teoría del Estado, no ha tenido dificultad en constatar que lo que realmente hacen los partidos es manipular al electorado, de una parte, y de otra parte patrimonializar el aparato del Estado. Gobierno y partido se emparejan en una confabulación nefasta: el partido se encarga de garantizar (y en cualquier caso lo intenta) la permanencia de los gestores en el poder y quienes ocupan este se comprometen a financiar al partido. En consecuencia, los hombres del partido ocupan los resortes del poder, pero, de hecho, no son libres sino cautivos de su dependencia. Los funcionarios públicos con militancia están sujetos a una doble obediencia: a la de su señor legal (que es el Gobierno) y a la de su señor material, que es el partido.

De esta forma se coloca la corrupción en la primera fila del escenario porque es ella no ya solo el cemento que da estabilidad a las relaciones entre lo público y lo privado sino también la que articula las instituciones públicas. Desaparecida la ideología propia (que tanto el PSOE como el PP se han apresurado a tirar por la borda una vez que han llegado al poder) y marginada la eficacia (nadie hace nada para detener un proceso acelerado de quiebra estatal que parece inevitable), solo queda la corrupción como energía política. Con esto hemos llegado a la última torre de la corrupción democrática.

Los partidos políticos han terminado convirtiéndose en la escuela de todas las corrupciones. Gastan más de lo que legalmente ingresan y se alimentan de las corporaciones públicas que ocupan y controlan. Piden transparencia en la vida económica y ellos llevan cuentas falsas; elogian la honestidad retributiva y defraudan a Hacienda; incitan a la sobriedad y dilapidan; alaban la imparcialidad y son beligerantes en todo; propugnan el mérito y la capacidad y cultivan el nepotismo. Por decirlo con otras palabras, historia de capa y finanzas, con los Luís Candelas de las falsas contabilidades, los Tempranillos de las facturas falsas y los otros madrugadores del dinero de alcantarilla. En esto vino a parar el PSOE de los 80. Era un chorro que iba penetrando en la sociedad y creando en ella un cuerpo de símbolos, mitos e imágenes de la vida ingeniera y trapacera del Patio de Monipodios, y congelando la moral pública.

Los gastos de un partido son enormes ciertamente, sobre todo en la burocracia, en las elecciones y en la propaganda, que se suceden ininterrumpidamente, en las que se gasta sin tasa. Para su financiación hay distintas opciones: están, en primer lugar, las cuotas de los militantes y las sesiones voluntarias de una parte de los sueldos que perciben los políticos; pero como las cantidades que así se obtienen son proporcionalmente mínimas hubo que acudir a otras fuentes. La formula alemana que desarrolló Willy Brandt fue la creación de una red empresarial propiedad del partido que se encargaba de alimentarlo con sus beneficios. En España esto fue lo que se hizo inicialmente y el hábil empresario Enrique Ballester llegó a montar un holding por todo el país que luego tuvo que abandonar porque el PSOE necesitaba mucho dinero y con urgencia, cosa que no podía proporcionarle un negocio que pretendía ser, al menos inicialmente, honesto y sólido. La ruina tenía que llegar inexorablemente, ya que las nuevas empresas estaban, en el mejor de los casos, en manos de militantes de buena voluntad pero de nula experiencia económica.

Fracasada la vía legal de la ortodoxia empresarial, hubo que acudir a la opción de montar empresas de corrupción, al estilo francés e italiano (Urba-Conceil): empresas destinadas a negocios de corrupción que efectivamente han podido suministrar fondos al partido en cantidades inmensas y en plazos brevísimos que obligan a recordar con nostalgia las primeras experiencias de comisiones sobre las contratas de limpieza de los ayuntamientos. Entre nosotros la más conocida es Filesa, pero se sabe que existen centenares de ellas repartidas en todas y cada una de la comunidades autónomas y aún en muchos ayuntamientos.

De esta forma la economía española ha sido ocupada por las redes de corrupción de los partidos encargadas de obtener fondos sin reparar en medios, que son ordinariamente la extorsión y la venta de favores administrativos. Los recaudadores trabajan en colaboración con los administradores públicos: éstos prestan el servicio al particular y aquéllos perciben el precio.

Si la colaboración institucional entre Gobierno y partido es muy clara (éste se sirve de la fuerza de aquél para obtener rentas), las relaciones entre las personas físicas, a través de las cuales actúan las dos organizaciones, son confusas ya que todos tienen igual empeño en mantenerlas en la oscuridad.

El primer tipo de relación habría de ser de gratitud, es decir, los políticos sirven al partido sin retribución alguna ya que le deben lealtad, agradecimiento y en todo caso dependen de él, según se ha dicho antes.

Pero no siempre es así. La lealtad se desgasta con el tiempo y el servicio de los militantes tiende a convertirse en remunerado. Lo que en principio no ofrece dificultades puesto que el negocio da para todos. El resultado es una simbiosis: las personas físicas permiten que el partido se beneficie y éste permite que aquéllas obtengan ganancias personales. Lo malo del caso es que la relación de simbiosis tiende a transformarse en otra de parasitismo estricto. Los militantes se enquistan en el aparato recaudatorio, dicen obrar en nombre y a cuenta del partido, pero se quedan con las rentas entregando únicamente lo indispensable para que el partido siga poniendo en sus manos los instrumentos del poder y protegiéndoles con el seguro de su impunidad. ¿Cuál de estas relaciones es la que media en cada práctica corrupta concreta? En La Gomera, Curbelo ha pasado de la simbiosis al parasitismo.

Capítulo VI

La voracidad económica de los partidos nunca ha sido explicada suficientemente y sólo un azar o una delación podrán arrojar un día luz sobre este punto. Pocos secretos hay tan bien guardados como las cuentas reales de un partido, que jamás se han hecho públicas y que, por descontado, no conocen ni sus propios militantes incluso aunque estén encumbrados en la jerarquía política o en la burocracia del Estado. En esta materia rige en términos absolutos la vieja máxima de que la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda.

Los gastos han de ser ciertamente enormes, pero hay un hecho que hace meditar. A juzgar por lo que se ve, no debe haber mucha diferencia entre los gastos del partido del Gobierno y del de la oposición y, sin embargo, sus ingresos conocidos son muy distintos, ya que, aparte de los asegurados por el Estado y demás legales, y de los créditos bancarios (turbiamente concedidos e ilegalmente liquidados en su mayoría), el PSOE ha estado obteniendo durante dieciocho años cantidades ingentes succionadas de forma ilícita a través de la Administración General del Estado y de las empresas de éste, mientras que el PP solo contaba con las recaudadas durante los ocho años que ocupó el poder. Pues bien, ¿Qué se ha hecho con los cuantiosos ingresos obtenidos por ambos partidos?

La pregunta no es tan ingenua como parece, ya que si es sabido que el Estado se encuentra parasitado por los partidos, aún está por determinar quién parasita a los partidos. No sé si el que roba a un ladrón merece perdón, pero es patente que el ladrón no puede reclamar a quien le ha engañado, por lo que un partido político ha de soportar impotente que le saqueen sus parásitos y que se quede en las uñas de sus recaudadores la mitad de lo que han extorsionado a los particulares. ¿Qué garantía existe de que los sobornos que se exigen en nombre del partido vayan a parar realmente a la caja de éste?

La posibilidad de que alguien encuentre el rastro es lo que complica la operación, pues obliga a darle una opacidad absoluta que solo muy pocas personas pueden atravesar.

He dicho que el partido extorsiona en cantidades enormes a quienes tratan con el poder. Esto es lo que se cree, pero no lo que se sabe de cierto, ya que no hay forma de comprobar si el importe de los sobornos va a parar íntegramente al partido (o se queda algo por el camino) y ni siquiera si quienes dicen obrar por mandato del partido no son filibusteros que obran por su cuenta engañando a ambas partes: al particular porque usan en vano el nombre del partido (que quizá no se haya enterado de nada) y a éste porque no va a ver ni un céntimo de lo extorsionado. ¿Cómo verificar todo esto si las operaciones se realizan en la clandestinidad más absoluta y nadie está dispuesto a contar la verdad, ni llegado el caso, podrá probar lo que afirme?

En los sótanos de la sede del partido pueden acumularse quizá millones de euros en billetes; pero los billetes no tienen lengua y no pueden delatar a nadie, ya que quienes los tocan, portean y poseen son personas físicas, no una corporación jurídica como es el partido. Más todavía: si el juez Marino Barbero hubiera encontrado billetes en los sótanos de la sede del PSOE, es seguro que hubiera aparecido de inmediato Guillermo Galeote, o cualquier otro militante leal hasta el sacrificio, dispuesto a declarar –para culminar la confusión- que era a él personalmente a quien pertenecían.

Pero, por otro lado, las cantidades importantes –los miles de millones del AVE y de las autopistas- no circulan en billetes sino que se ingresan en cuentas bancarias y estas si que tienen lengua, aunque sea en Suiza. Ahora bien, ¿a quién delatan las cuentas? Jamás al partido, puesto que sus titulares son personas físicas, por muy allegadas que estén a aquél, y en este lugar se acaba la pista. El partido jamás podrá ser imputado porque siempre actúa a través de personas interpuestas y mientras éstas no delaten que son simples fiduciarias de aquél -y un juez quiera creerlo- estará a cubierto. Ningún partido ha abierto nunca una cuenta a su nombre; para ello se sirve de personas de su confianza: un dato en verdad sospechoso, porque no hace prueba mientras que el titular formal no confiese que es el testaferro del titular real.

Societas delinquere non potest. Los partidos son personas jurídicas que delinquen a través de las personas físicas –los altos cargos-; pero da la casualidad de que éstos son ocupados por políticos y he aquí que – al menos hasta ahora- los políticos también son intocables. O lo han sido hasta hace poco porque en los últimos años, animados por el ejemplo de sus colegas italianos, algunos jueces se atreven a procesarlos. Hoy, cualquiera que sea su altura, ya nadie está seguro en su poltrona y si en Italia han caído exministros y expresidentes, ¿por qué algún día no se va a procesar entre nosotros a los altos dirigentes? En las alturas del poder se percibe un cierto nerviosismo y poco a poco se va tejiendo una malla preventiva que pueda cubrir a todos, con independencia de partidos y colores: un pacto de respeto mutuo democrático o nacional o como pudibundamente quiera llamarse a una maniobra cautelar de impunidad.

Capitulo VII

En el capitulo anterior hablaba de un futuro ficción. Lo que cuenta es que de momento, a la hora de perseguir –en los rarísimos casos en que así sucede- hay que dirigirse contra individuos de segundo o tercer orden, que son los que dan la cara: ficción que se completa con otra aún más grave, a saber, la de que no han actuado como agentes de sus superiores sino por cuenta propia y, además, sin que los responsables corporativos o políticos se hayan enterado. Es decir, que los presidentes, secretarios y miembros de las comisiones ejecutivas han visto entrar en la caja del partido ingentes cantidades de dinero y no se han sorprendido ni tenido curiosidad de preguntar por su procedencia.

En definitiva, el partido necesita hombres de paja (y con la paridad también mujeres) que asuman la responsabilidad en el improbable caso de que se tuerzan las cosas y que, además, legalicen la operación. Si el dinero circula directamente de las cajas de los corruptores a las del partido, no habría explicación honesta posible. Pero si va a parar a una tercera persona, la transferencia puede justificarse como un negocio simulado, aparentemente legal y el riesgo desaparece mientras esa tercera persona no reconozca el papel que está jugando ni a quien ha transferido el dinero.

Antonio Navalón cobró una de sus comisiones más conocida –de 7.500 millones de pesetas- para facilitar operaciones ajenas, como fue el caso de los convenios del sector eléctrico para facilitar la fusión entre Hidoelectrica e Iberduero. Los contratantes sabrán por qué se lo entregaron y en qué consistió la facilitación convenida. Navalón sabrá, por su parte, si repartió o no el dinero recibido, pero no tiene que dar cuentas a nadie (salvo al Ministerio de Hacienda). Este contrato de comisión, por muy sospechoso que resulte es legalmente impecable mientras no se demuestre la deshonestidad que hay detrás.

El sentido común y la experiencia indican, sin embargo, que este contrato tan irreprochable a primera vista es realmente simulado (o sea, falso) y que encubre el auténtico (el disimulado). Es inimaginable, en efecto, que las eléctricas tengan que buscarse un conseguidor como Navalón cuando ellas tienen un trato mucho más directo con los políticos que pueden ayudarles. Pues si esto es así, ¿Qué sentido tiene acudir a un intermediario? Lo que pasa es que si las eléctricas pueden conseguir sin intermediarios lo que necesitan no pueden pagar el favor sin convertirse en sobornadoras. De aquí que tengan que buscarse un hombre de paja para formar con él una relación triangular. Navalón cobra legalmente con una mano (y bajo esta legalidad las empresas quedan limpias) y luego no tiene que dar cuenta de lo que hace con la otra con tal que no dé pistas de que lo está entregando al partido o a un político. Una operación que apareja ciertos riesgos que justifican la elevada comisión de éxito personal efectiva (que se deducirá, claro es, de los 7.500 millones que aparecen en el contrato). En cualquier caso, el partido no aparece por ninguna parte y resulta difícil encontrarlo de manera oficial, aunque todo el mundo sepa, supongo, quien está detrás de toda la operación.

Ahora bien, si el partido necesita de intermediarios, no se sabe exactamente cuál es el papel económico que éstos juegan en cada caso. La evolución de conductas ha sido a este respecto muy rápida. Durante los primeros años de la democracia los captadores de donativos y comisionistas entregaban al partido, sin llegar siquiera a abrirlos, los maletines que recibían. Pero, andando los años y como no se hacían cuentas ni se daban recibos, empezaron a percatarse de que no se notaba si se perdían unos fajos de billetes por el camino y poco a poco fueron aumentando las “fugas” y los extravíos hasta tal punto que hoy pueden darse los partidos por contentos si les llega la mitad de lo recaudado. Ante cuya evidencia resultó aconsejable prescindir en lo posible de los maletines para dar preferencia a las operaciones bancarias: más vulnerable ciertamente a operaciones ajenas pero al menos más seguras a efectos internos.

La medida fue posiblemente inevitable si es que se quería impedir las raterías de los mensajeros; pero sus consecuencias han sido graves porque los papeles, a diferencia de los transportes con maletín, dejan huellas aunque sean leves y marcan pistas comprometedoras. Un juez interesado o tenaz, a pocos medios con que cuente, puede seguir el rastro de un cheque o de un apunte bancario aunque tenga que terminar en las cámaras de un banco suizo. La corrupción madura y en gran escala tiene sus enfermedades propias no siempre remediables.

En otras palabras: una vez que el dinero ha llegado a la cuenta corriente del recaudador, ¿Qué garantías hay de que lo pase al partido? Se da por supuesto que las rapiñas de FILESA se entregaban al PSOE para satisfacer su voracidad electoral y burocrática; pero no lo podremos confirmar nunca porque las transferencias no constan en las cuentas de la empresa y mucho menos en las del PSOE. ¿Dónde estarán entonces los cientos de millones extorsionados? Si no han sido entregados al partido ni sus dirigentes se lo han gastado, en alguna parte habrán de estar. Más de un juez terminará creyendo a pies juntillas que estarán en un cofre enterrado en La Isla del Tesoro (J. L. Stevenson).

Capitulo VIII

Si los billetes mal custodiados pueden evaporarse, no así los depositados en las cámaras y cuentas de un banco. Estas cuentas no están naturalmente a nombre del partido sino de su fiduciario y no parece temerario imaginar que de ellas irán pasando a los cajones del partido en la medida de sus necesidades. La cuestión es, no obstante, la de las cuentas de Suiza: aquellos tres mil millones de pesetas (por citar solo una punta) que se descubrieron en un solo banco a nombre de diez dirigentes del PSOE. ¿Para qué quiere un partido político español tanto dinero en Suiza si lo necesita con urgencia para sus gastos ocultos? Y si tanto dinero tiene en Suiza, ¿Cómo se explica que esté endeudado en España? Las mafias de la droga llevan su dinero a Suiza porque no lo necesitan para gastárselo: es ahorro e inversión; mientras que lo que un partido extorsiona es –oficialmente- para cubrir sus necesidades económicas más apremiantes. En estas condiciones, carece de sentido sacar el botín de España para ser luego reimportado con objeto de pagar la propaganda y el alquiler de locales donde se celebran los mítines electorales.

La explicación más ordinaria es la de la “doble compensación”, que consiste en que hay empresas que pagan facturas con dinero negro dentro de España y que prefieren que se les compense luego con moneda extranjera y en el extranjero. Sin negar que esto haya podido suceder así alguna vez, el procedimiento no tiene utilidad bastante como para ser generalizado.

El tesoro suizo abre, pues, unos interrogantes que, de momento no tienen respuesta. Porque si de veras es del PSOE habrá que replantearse toda la justificación que hoy se da por buena, o sea, que extorsionaba para financiarse sus desmedidos gastos electorales. Pero ahora se está viendo que es así, ya que no se gasta con urgencia sino que se deposita. En consecuencia, habrá que entender que o bien se formó una reserva para las vacas flacas de la oposición o bien se trata pura y sencillamente de un botín personal extorsionado a nombre del PSOE, más no en su beneficio. En otras palabras: son los ladrones del ladrón, los parásitos del extorsionante.

Por lo demás, es lógico que los recaudadores y los fiduciarios cobren una buena comisión por su trabajo y su riesgo; pero no es creíble que ascienda a tantos miles de millones de pesetas. La única explicación posible es que o se hayan convertido en fiduciarios (que colocan a su nombre el dinero en espera de que el partido se lo reclame cuando lo necesite) o que se han alzado personalmente con el botín, que luego –a título personal y no institucional- repartirán, o no, con los demás dirigentes del partido y del Gobierno, inspiradores de todo el negocio.

Ni que decir tiene que un juez diligente podría aclarar todas estas dudas; pero no hay trazas de que así suceda y las escasas y tardías sentencias que se produzcan serán una burla repetida. Recogiendo, para terminar, un hilo que antes quedó suelto, se recordará que la función de los fiduciarios consiste en servir de pantalla al partido, de tal manera que, en el peor de los casos, si un juez sigue el hilo de los sobornos hasta ellos, no hay modo de ir más allá porque detrás de los fiduciarios no hay nadie: solo oscuridad.

Si los que perciben materialmente los sobornos están obrando por cuenta propia, resultará que no solo están cometiendo un delito sino también deteriorando gravemente la imagen del partido y utilizando, sin saberlo este, sus influencias. Pero esta hipótesis no resulta muy creíble, ya que, si así fuera, el partido se apresuraría a desautorizar a este tipo de personas y a advertir públicamente que nadie puede cobrar nada en su nombre, puesto que ellos no están dispuestos a influir a favor de nadie. Y sin embargo, no lo hacen. Expulsa ciertamente a algunos comisionistas pero solo después de que han sido sorprendidos y procesados. Hasta entonces tolera que sigan operando y cobrando sobornos por decenas de millones de euros. Esta tolerancia resulta muy sospechosa y autoriza a pensar que no es simple encubrimiento sino complicidad real.

La verdad será muy difícil de aclarar oficialmente porque es seguro que el partido nunca va a reconocer sus delitos y es probable que los intermediarios no le acusen. Aunque tampoco hay que descartar totalmente esta hipótesis, como sucedió en el caso de Javier Otaño, presidente socialista del Gobierno Foral de Navarra, al que se demostró que tenía una cuenta en Suiza. Así tuvo que reconocerlo el declarante, aunque, preocupado por su “honorabilidad” personal se apresuró a añadir que tal cuenta no era suya sino del partido. Tirando de este hilo, los jueces suizos encontraron en el despacho de unos abogados de Zurich cheques bancarios adquiridos en distintos bancos suizos por un importe de tres mil millones de pesetas, cuya cuantía se había ingresado a diez políticos españoles militantes del PSOE.

Mientras tanto la economía española se encuentra literalmente acosada por una manada de recaudadores privados que dicen obrar por cuenta de los partidos, que realizan prestaciones propias de agentes oficiales suyos que sirven de pantalla protectora a los funcionarios públicos que materialmente hacen el “favor” pero que no aparecen por ninguna parte ni se relacionan oficialmente con los sobornadores; ahora bien, no se sabe a dónde van a parar los fondos: si a los comisionistas o si estos los entregan a otras personas, sea a quienes realizaron la prestación pública pactada. Lo que está claro en todo caso es que el partido no va a abrir una cuenta en suiza a su nombre. Quienes pagan “creen” que están pagando al partido, y así se lo hacen creer puesto que en otro caso no pagarían. Ahora bien, la averiguación de la verdad, del papel exacto que están jugando los partidos no se ha logrado nunca oficialmente.

En la campaña electoral de 1993 Felipe González confesó en Sevilla “su bochorno” ante los escandalosos episodios de corrupción que iban apareciendo en los que había sido sorprendida su buena fe. Y más claramente todavía en noviembre de 1996 reconoció en Chile que estoy en la oposición porque hemos perdido las elecciones generales debido a que un grupo de maleantes se aprovechó del país para enriquecerse. En el ámbito institucional también es significativo que en junio de 1996 la Comisión Ejecutiva del PSOE navarro tuviera que dimitir en bloque.

Ahora bien, ¿se atreverán los jueces a llegar tan lejos y a declarar que un partido político es el destinatario real del producto de la corrupción?

Capitulo IX

De las consideraciones que anteceden se deduce sin lugar a dudas que la corrupción democrática ofrece unos caracteres específicos muy distintos de los de la dictatorial: un dato mucho más importante que la corrupción cuantitativa de sus prácticas. Lo que de veras interesa no es tanto conjeturar si el poder constitucional extorsiona hoy más o menos que lo hacia antes el franquista sino conocer los factores propios de la corrupción que se desarrolla en un Estado democrático. La presencia de partidos políticos y de sindicatos, la celebración de elecciones, la necesidad de que los ciudadanos abandonen intermitentemente sus ocupaciones privadas para dedicarse a la gestión de la cosa pública, la profesionalización de la carrera política y sindical son factores que inciden muy pesadamente en las practicas corruptas tradicionales prestándoles un sello democrático característico. Cada sistema genera sus propias disfunciones y nada se adelanta con silenciarlas. Los españoles ignorábamos por inexperiencia (y por falta de memoria histórica, claro es) que la democracia tiene unos costes, mas nadie se atreve a decir que uno de ellos es la presencia de una corrupción especifica. Pues bien, ahora ha llegado el momento de abrir los ojos y abordar de frente la cuestión porque lo que está en juego con una corrupción desmedida es la supervivencia de la democracia.

Para muchos, silenciar la corrupción pública es una cuestión de principios. No hay que hablar de ella porque perjudica la democracia. Siempre he creído, sin embargo, lo contrario. Quien desacredita la democracia es el que conoce sus vicios y los silencia. Quien finge ignorar que está saliendo humo es el mejor propagador de fuego.

Negar que nuestra democracia está invadida por la corrupción no es sólo una mentira: es una estupidez. Porque nadie puede creer esa negación de lo patente y, además, se dificulta la mejora. Quien cree que la democracia no puede soportar la crítica de sus defectos, en poco concepto la tiene. Porque, en efecto, poco valor puede tener un sistema político vulnerable a la denuncia de la corrupción. Reconozcámoslo: nuestra democracia está infectada y hay que decirlo sin ánimo de establecer comparaciones con otro sistema político puesto que la corrupción no es monopolio de los regímenes democráticos y flórese lo mismo en la República francesa como en Cuba. La diferencia estriba en que cada régimen político tiene medios distintos de represión, que en unos casos funcionan y en otros no. En las democracias la represión política es muy débil, pero en cambio existe la gran barrera de la prensa libre o semilibre. En la autocracias, la máquina represiva política puede ser muy eficaz (como en China o la antigua Unión Soviética), pero también puede estar completamente paralizada cuando, como es lo más frecuente, el poder es el primer corrupto y, en cambio, no funciona el contrapeso de los medios de comunicación.

Alonso Trujillo

1 comentario:

Unknown dijo...

En los tiempos que corren, lleno de políticos sin vocación, ávidos de dinero fácil o turbio, resulta gratificante conocer las reflexiones de un hombre libre, coherente con sus ideas, intolerante con la corrupción cuando la vivió a su alrededor, conocedor de que la responsabilidad de un político es servir a los ciudadanos y no servirse de la política para medrar y enriquecerse.
Este es el caso de Alonso Trujillo, al que conozco por sus artículos valientes y ejemplares. Da la cara en una isla en la que prima la envidia -el mal de La Gomera- y la cobardía a efectos de denunciar la corrupción. Donde en la política que está instaurada no existe la libertad individual, los debates internos en los partidos se silencian, la corrupción se disimula o se niega y la dimisión de un cargo público es un hecho excepcional.
Yo creo que al Sr. Trujillo le sobra talento y vocación política, de la que ya queda muy poca. Gracias por sus amenos artículos. Gracias por su valor, le animo a que siga escribiendo.
Un saludo.
Juana Casanova Barroso