10 de febrero de 2006

Los Santos Difuntos

“Día dos de noviembre. Conmemoración de los Santos Difuntos.
Voltaire era más impío que cualquier habitante de la tierra.
Enfermó repetidas veces y llamó al confesor.
Sanó y volvió a las mismas impiedades.
¡Tu morirás!
Ese cadáver que tienes delante te lo dice.
Golpéale en la frente y pregúntale, como hacía Job.......”
Mario Lhermet Vallier




El cura Mario comenzaba así uno de sus discursos para recordarnos nuestro irremediable fin, tan repetido megafónicamente que algunos pueden recordarlo de memoria en su integridad. Don Mario también murió, ignoro como, aunque supongo que pobre, muy pobre y sin nada, porque nunca nada quiso para sí mismo. Hoy puede ser un buen día para recordar a este hombre benefactor, cuando comienza el mes de noviembre bajo una pertinaz lluvia que cae en sosiego fuera de mi ventana, a la que me he asomado para humedecer mis recuerdos infantiles de aquel hombre delgado, calvo y de orejas voladoras, dentro de su negra y raída sotana.
Era un francés que llegó como sacerdote a La Gomera un día que no recuerdo. Sus restos “descansan” bajo esta lluvia que está cayendo sobre el Cementerio de Hermigua lleno de gente, de vivos y de muertos.
Aquel sacerdote era introvertido, nada lisonjero, digno, coherente, sincero, inteligente, emprendedor y absolutamente desprendido. Dicen que con anterioridad había pertenecido a los Hermanos de las Escuelas Cristianas, una congregación religiosa dedicada a la educación y fundada por San Juan Bautista de la Salle, otro francés como Voltaire.
Su sallesianismo, probablemente, le llevó a emprender en sus inicios el establecimiento de una academia de enseñanza en la misma casa parroquial, que llegó a ser posteriormente la más importante de la isla en un flamante edificio de nueva construcción y con capacidad para repartir cultura y educación a cientos y cientos de personas de varios pueblos de la isla. “Cristo Rey”, fue el nombre que le puso a su ingente proyecto.
Pero, hace ya muchos años, las normas del Ministerio de Educación y las conveniencias capitalinas hicieron que la Academia de don Mario dejara de ser operativa porque se llevaron los alumnos por ley, lo cual le llevó a “vender” el edificio al Ayuntamiento de Hermigua, casi o más bien un regalo, porque el cura solo quería esas perras para construir una pista a Los Aceviños, un caserío de difícil comunicación, donde habitaban entonces buenas gentes, pobres y sacrificadas, con quienes el sacerdote tenía especial sensibilidad. Y hasta allá arriba en aquellos ancones subió el cura con sus años uno a uno para indicarle a Enrique Amaya por donde tenía que meter las palas, según el trazado que él mismo ya había estudiado muy bien por aquella montaña.
El dinero de la “venta” de la Academia fue insuficiente para terminar la anhelada pista. Murió don Mario y nadie, ninguna institución pública y tampoco el Ayuntamiento, volvió a interesarse lo más mínimo por finalizar aquello en que había quedado el ahogado proyecto educativo del religioso francés, posiblemente el más grande y meritorio que nunca hubo en la isla. Ya dejaron de ser matorral los árboles que crecieron en el mismo sitio por donde pasaron aquellas palas mecánicas que pretendieron dar cumplimiento a una de las últimas voluntades del “santo” difunto.
Tampoco durante todos esos años transcurridos, el Ayuntamiento de Hermigua ha dado prácticamente ninguna utilidad al edificio que albergó la Academia Cristo Rey, a pesar de las sucesivas “inyecciones” dinerarias para sus diversas, dicen, remodelaciones y restauraciones tendentes a que llegara a terminar como una Residencia de Vejez que nunca acaba de llegar a puerto.
Y allí, en aquel mojado Cementerio, reposan tristes los restos de Mario Lhermet Vallier, junto a los de otros que desgraciadamente tampoco han visto cumplirse sus últimas voluntades, pero sí a unos “mirlos blancos” comiendo gusanos por los alrededores entre brinco y brinco. Les puedo asegurar, queridos lectores, que hay vivos aún a quienes les sangran las heridas con los picotazos.

Amalahuigue

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